TEXTOS DE ORIENTACIÓN

Antoni Vicens

El trauma, entre lalangue y el goce de la madre

En su última enseñanza, Lacan recupera la función del trauma para darle el senido del habla en tanto retumba en el cuerpo. El habla es aquello que, por decirse, pierde sentido. El sentido sexual siempre se echa en falta, no llega a tiempo para escribirse, y ahí es donde el hablante precipita el cuerpo para ser.

Lo que clásicamente da un estatuto de ser a una lengua es la pareja de la gramática y el diccionario. Así tomamos lo que se dice en un primer alejamiento de la lengua considerada materna, es decir dual, de entendimiento. Pero Lacan concretó lo que se dice bajo la forma de lalangue, que no es definida como una lengua. Hacer existir como tal a una lengua, una lengua Una, requiere la intervención del discurso del amo. Una lengua es definida siempre desde fuera, como lengua muerta. A la distinción entre ese "dentro" y ese "fuera" el amo le otorga los valores del sentido y el sinsentido. Pero el sentido —los artistas nos lo enseñan constantemente— desborda al discurso del amo. En cambio, el concepto lacaniano de lalangue no da soporte a ningún espacio geométrico que marque límites, sino que nos aboca a la noción de borde — nada que defina un afuera. Estamos desde siempre en lalangue, desde antes de nacer por ejemplo. En lalangue no hay diálogo ni dialéctica, sólo soledad, goce autístico incesante. No es tampoco la lengua materna.

El analista, en la interpretación, no dialoga, sino que traumatiza, o traumadice, en el sentido lacaniano de agujerear, descompletar, provocar un nuevo borde entre saber y goce. Lo hace desde la moterialité del habla, es decir usando la materialidad de los Unos de lenguaje, de un lenguaje que la operación analítica toma sin recurrir a ningún Otro: ni el de la ley, ni el de la verdad, ni el de la estructura. Tampoco es signo de amor, para el cual está reservada la letra.

La intepretación actúa así por resonancia, en el nivel del significante solo, aquél que lalangue condensa como goce, condensación tan antigua como la lengua en la que se dice lo dicho.

No hay código entonces; nos alejamos de la dimensión fálica del lenguaje para suscitar el valor no-todo del decir. No hay una interpretación que no produzca sentido; son las olas y salpicaduras del adoquín arrojado a la charca del sentido (según la figura de Lacan en Radiofonía). No es ese plus de sentido lo que interpreta; más bien se pierde.

Una lengua está hecha de los residuos del goce del amo a lo largo de su historia. Por su parte, la lengua materna apela a otra comunidad, esa que Lacan, en su Nota sobre el niño, denomina "relación dual", en la cual la madre encuentra "el objeto mismo de su existencia". En la lengua materna no se echa a faltar ni la gramática ni el diccionario para que haga sentido. Se siente, en cuerpo y alma; cultura y natura se identifican, y crean el fantasma de lo necesario: de lo que no cesa de escribirse, sin falta. Pero forma parte del saber del analista que no hay lengua materna para el sexo: el incesto sigue representando lo indecible del goce sexual, substituido brillantemente por la significación fálica.

En apoyo del uso de lalangue, la que no se apoya en la significación fálica, Lacan se manifiesta en L’Étourdit sobre el llamado estrago femenino, en la relación de una mujer con su madre, cuando señala que "lo que no va con el padre es secundario". Es el lugar de una omnipotencia supuesta de lalangue, hada o bruja, bienhadada o malhadada, enunciadora de la palabra fatal, irreversible, traumática, línea de un nuevo borde.

A la hora de describir físicamente o fantasmáticamente un trauma, nos encontramos frente al matema lacaniano del Deseo de la Madre. En primera instancia se lee así, como deseo de la madre; pero Jacques-Alain Miller nos enseñó a precisar, a partir del hecho de que, en una manera única, Lacan escribe aquí el deseo con una D mayúscula. Se trata pues de un deseo mayúsculo, único, tan cerrado como el goce. De algún modo, es una condensación de deseo y goce, del cual surgen toda clase de desmembramientos: el cuerpo está ahí implicado. Es lo que Lacan expresa en el texto "De una cuestión preliminar…" poniendo en conjunción el estadio del espejo con "la simbolización de la Madre en tanto que ésta es primordial". De fallar la conjunción entre el símbolo y la imagen especular, se produce la caída del sujeto, no por mandato superyoico, sino por ausencia de amor: es "la criatura dejada caer por su creador".

Jacques-Alain Miller acercó el Deseo de la Madre con su goce proponiendo a Medea como la figura de la madre gozante. La tragedia nos muestra a Medea, la bruja, sabia en saberes ocultos, madre del estrago, vengándose de Jasón con el aniquilamiento de lo que ambos crearon: los hijos. Parecería una tragedia de celos; pero hay algo más: la realización del deseo de madre en el goce femenino; o el deseo de una mujer en una madre lo suficientemente maligna.

Eric Laurent, en una conferencia sobre el trauma dictada tras los atentados de Atocha y publicada en El Psicoanálisis 7, expresaba algo que aquí nos interesa: "Freud, dice, situaba el traumatismo con la pérdida de la madre. Lacan lo sitúa como la pérdida de la mujer". Y encadena con una definición que, en una entrevista de 1974, dio Lacan de lo real: "un pájaro voraz"; para interpretar esta definición de Lacan: "que combina la voracidad del pájaro de Venus con la voracidad del niño de pecho". La mujer y la madre se reúnen así bajo la forma de la voracidad de lo real, que absorbe todo sentido.

 

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