La literatura se alimenta de heridas y cicatrices. Entrevista a Isaac Rosa

Isaac Rosa es un autor cuya escritura siempre ha respondido al tiempo que vivimos y que no huye de la denominación de escritor político ni de poner su prosa al servicio de pensar y desvelar el mundo. Así lo reflejan sus libros, por los que ha recibido varios premios, El vano ayer (2004), El país del miedo (2008), La mano invisible (2011) o Feliz final (2018), así como sus trabajos como columnista o sus incursiones en el comic. Tampoco ha rehuido nuestra invitación a esta entrevista y a conversar sobre marcas, trauma y literatura.

Fany Miguens: Para comenzar me gustaría que nos dijera qué le sugiere el título de nuestras próximas Jornadas “Marcas del Trauma”, ¿qué le dice ese título con respecto a su escritura?

Isaac Rosa: La literatura, la creación artística en general, se alimentan de heridas y cicatrices. El trauma en todas sus formas, individual o colectivo, reconocible o latente, narrable o innombrable, está detrás de buena parte de las mejores creaciones en todos los campos. En el caso concreto de la literatura, es un potente motor narrativo, y muchas de las grandes obras de la literatura universal no habrían sido posible y no se entienden sin el peso de esas “marcas”. En mi caso, mis primeras novelas giraban en torno a las marcas en el presente de un trauma pasado, colectivo y que sigue vivo en la sociedad española, heredado de padres a hijos y ya a nietos y hasta bisnietos: la violencia política de guerra, posguerra, dictadura y transición. En mis libros posteriores, tanto en las novelas como sobre todo en los cuentos, me han interesado otras marcas traumáticas, especialmente las heridas que el capitalismo deja en nuestros cuerpos y almas, a veces muy evidentes, otras menos visibles y hasta negadas. Me interesan mucho los destrozos vitales que las relaciones laborales provocan, y también la forma en que un trauma que creemos individual (en la costumbre de “privatizar” todo malestar) se acaba reconociendo como colectivo, compartido con otros, y por tanto abordable en comunidad.

FM: En uno de sus últimos libros, Feliz final, en el que retrata con crudeza la anatomía del fracaso de una relación de pareja y que comienza en la desolación de un final, en una casa ruidosamente vacía y llena de recuerdos, utiliza precisamente la expresión “marcas de vida”.

IR: Es la expresión que usa el protagonista masculino, Antonio, para referirse a todas las huellas que su larga relación de pareja ha dejado, y que él siente lacerantes en el momento de la ruptura, aunque también hay algo de regodeo en su recuento de marcas. Nace de la idea de que nuestros actos tienen siempre consecuencias, y por tanto dejan marca, y no es tan fácil desentenderse de las mismas: no podemos sacar radicalmente de nuestra vida a otra persona, en este caso la persona amada, y pretender salir ilesos. Una marca material en una pared (las líneas de crecimiento de los hijos, el hueco dejado por un mueble o una foto en la casa compartida) acaba siendo una profunda marca en el cuerpo, y como tal se siente.

FM: El discurso actual promueve lo efímero como uno de los rasgos fundamentales de la vida. Todo tiene caducidad: el empleo, los objetos de consumo y también el amor, que se mercantiliza… A pesar de lo desgarrador de este libro que trata de una separación, ¿cree que el amor puede objetar a esta debacle, puede objetar al capitalismo?

IR: Es parte de la discusión que plantea el libro: si el amor puede ser una forma de resistencia, una última trinchera frente al capitalismo; o si por el contrario el amor es un caballo de troya, la forma más íntima y profunda en que el capitalismo, en tanto que sistema cultural y de valores, se infiltra en nuestra psique y modela nuestras emociones. La evidencia empírica suele apuntar más a lo segundo: el amor confundido y reemplazado por el deseo, convertidos nosotros en máquinas de desear. El amor más liberalizado que libre, sometido a la misma lógica económica, acumulativa y contable. El amor como una forma de consumo, otra “experiencia” a coleccionar, y por tanto otra forma de insatisfacción permanente. El mercado de opciones amorosas en que vivimos, y nuestro comportamiento como consumidores de amores cada vez más obsolescentes. Pero si escribo de amor es porque aún confío en que el amor pueda ser aquella forma de resistencia. Me interesa mucho la propuesta de Recalcati de recuperar el amor como “exposición absoluta, punto de resistencia irreductible y singular frente a la deriva cínica y narcisista que alimenta el discurso capitalista”. Un vínculo resistente en un mundo desatado, una promesa (aunque acabe incumplida) de duración, incluso de eternidad, en una sociedad cortoplacista, sin futuro. Un amor incalculable, y por tanto no mensurable y ajeno a cálculos, ganancias y pérdidas; que no puede ser “gestionado”, ahora que nos hemos convertidos en gestores de todo, incluidas las emociones. Sin caer en formas huecas (y muy capitalistas) de romanticismo, sí entender el amor como una enmienda a la totalidad del sistema, una forma de insumisión contra un capitalismo cada vez más “amoroso”. Que dejásemos de consumir amor para empezar también a producirlo. Suena utópico, claro, pero es parte de la batalla que debemos dar para frenar la deriva enloquecida en que vivimos.

FM: Tiza roja, su último libro, contiene 50 relatos en los que muestra el desamparo al que el capitalismo nos condena. Decía Lacan que para el capitalismo no hay nada imposible, erradica la condición de imposibilidad, todo es posible. ¿Se puede leer esto en estas historias?

IR: Vivimos tiempos en que esa omnipotencia del capitalismo ha roto toda verosimilitud: en efecto, hoy todo es posible. Realidades hoy normalizadas nos habrían resultado no ya inverosímiles, sino impensables y por supuesto inaceptables hace no muchos años. Yo en los cuentos intento darle la vuelta al argumento: si en efecto todo es posible, si la verosimilitud hace tiempo que saltó en pedazos, atrevámonos a imaginar, a proponer, a luchar por otras realidades, otras relaciones, otras maneras de vivir. No puede ser que la verosimilitud se quiebre solo a peor; también debería caber la imaginación transformadora y emancipadora. Frente a la fabulosa imaginación que demuestran, por ejemplo, las grandes compañías, capaces de transformar la realidad en sentidos antes impensables; perdamos el miedo a hacer posible lo imposible, probemos hasta dónde llega esa fractura de la condición de imposibilidad. Sin que por supuesto sea una huida enloquecida hacia delante, ni una competición de imposibles en las que siempre llevamos las de perder; pero sí podemos ser más ambiciosos, menos asustadizos, al imaginar transformaciones.

FM: De hecho, aparecen en los relatos atisbos de invenciones con las que nos sorprenden los personajes, héroes en su derrota, que construyen a su manera modos de subversión, focos de resistencia. ¿Se trata de jugarse a lo imposible como en el amor, como en la vida?

IR: Se trata en efecto de subir la apuesta. Si no hay nada que perder, pues hoy todo es efímero y a merced de todo tipo de “cisnes negros”, arriesguemos más. Si vivimos tiempos volátiles, inseguros, exploremos si en la volatilidad y la inseguridad hay también un potencial transformador. Atrevámonos a plantear la pregunta más subversiva, y que más me interesa en literatura: ¿qué pasaría si…? Pero vivimos momentos conservadores, de amarrar lo que nos queda, de no arriesgar lo más mínimo para no perderlo, y hasta nos hemos mutilado la imaginación.

FM: La cuestión de la memoria también está presente en su obra, en esta última, en el relato titulado Recuerda: una empresa se ofrece para cerrar los agujeros del pasado, creando recuerdos a medida. “Hemos cerrado agujeros, esos que todos tenemos en nuestro pasado. Y cumplimos una labor, digamos, analgésica”. ¿Contra ese intento de desmemoria escribió sus primeras novelas La malamemoria y ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!? ¿Para no borrar las marcas de la guerra y el franquismo?

IR: Solemos pensar la memoria colectiva y los traumas colectivos como una extensión, una ampliación, de la memoria individual y los traumas personales. Y no funciona así, creo. Es un nivel diferente de complejidad. De modo que lo que puede servir en términos personales, en cuanto a la necesidad del olvido, el perdón, la superación o la aceptación del daño y su cicatriz, las terapias, consuelos, autoengaños y demás formas de lidiar con la propia memoria, no necesariamente funciona si lo trasladamos a un plano colectivo, como sociedad. Aquí se hacen necesarias otras formas de reparación, muy concretas, materiales, expresables en prosa de BOE por decirlo de forma clara, y sin las que no hay superación del pasado, que sigue gravitando pesadamente sobre el presente y condicionando el futuro.

FM: No quisiera finalizar esta entrevista sin agradecerle sus palabras, su tiempo y su colaboración y sin preguntarle si hay algún detalle de su vida (dicho, hecho, circunstancia) que tiene para usted el valor de una huella indeleble, una marca reflejada en su escritura.

IR: Me doy cuenta de que durante mucho tiempo me he resistido a que mi propia circunstancia encontrase reflejo en mi escritura, al menos en la escritura publicada. Desconfío de la escritura terapéutica, aun admitiendo su valor, supongo que por miedo a esa forma de exposición. Y sin embargo, esas vivencias acaban desbordando mis intenciones y alcanzando la página, claro. Hay mucho de mí, de mi equipaje existencial, en mis escritos, aunque a veces a mí mismo me cueste reconocerlo y me sorprenda. Yendo a lo concreto, creo que mi doble condición de hijo de padres separados, y padre separado yo también, experiencias traumáticas ambas, me condicionan cada vez que en una novela, cuento o cómic introduzco padres e hijos.

 

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