Maixabel y la memoria histórica

La recién estrenada Maixabel de Icíar Bollaín, con la magistral interpretación de Blanca Portillo y Luis Tosar, produce una catarsis digna de las que debieron provocar en su día las tragedias griegas. La película pone en escena un nudo real: nos adentra en el sufrimiento humano, interpelando nuestra posición ética.

Maixabel Lasa, viuda de Juan María Jáuregui, gobernador civil en Guipúzcoa asesinado por ETA el 29 de julio del 2000, protagoniza este relato de ficción que, no obstante, hunde sus raíces en la realidad. Maixabel, tras la muerte de su marido, es designada presidenta de la Asociación de víctimas del terrorismo. Al asumir el cargo, ella puntualiza que, dichas víctimas no son solo las de ETA, sino también las del GAL y las del terrorismo de estado. A partir de ahí, emprende una lucha sin concesiones para condenar la violencia.

Una carta anónima que Luis Carrasco –ex miembro de ETA- dirige a la dirección de la prisión, propicia una breve iniciativa que ofrece la posibilidad de un encuentro entre víctimas y asesinos. Once años después del asesinato, este programa de justicia restaurativa, reúne en una entrevista a la viuda con uno de los tres asesinos de su marido. Poco después, otro victimario, Ibon Etxezarreta se sumará a la propuesta. En esta ocasión el encuentro se llevará a cabo en un permiso del preso, puesto que el programa ha sido suspendido.

Una mesa reúne frente a frente a la víctima y al asesino, un encuentro difícil de concebir. Algunas preguntas quieren saber porqués, y frente al indecible del sufrimiento, el perdón o el arrepentimiento son palabras pronunciadas al borde de un precipicio que, más que nombrar lo innombrable, testimonian del reconocimiento del otro en la llaga misma de su dolor. Allí, frente al sujeto surge el otro. Esas palabras tienen la función de señalar ese agujero, indican el lugar del trauma.

Maixabel nos aclara que no se trata aquí de un acto de perdón cristiano, sino de algo que va más allá. Ella se declara agnóstica y prefiere significar ese perdón como una “segunda oportunidad”. Esa “segunda oportunidad” es de doble filo, puesto que se trata de la oportunidad para seguir viviendo que ella misma se concede concediéndosela al otro. El golpe asesino es convocado a pasar por la palabra. “Fue un momento liberador” – afirmará Maixabel.

Así, la muerte de Juan Mari Jáuregui, que dedicó su vida a trabajar por la convivencia, puede seguir estando al servicio del deseo que lo movió en vida. La escena final, en un homenaje a la víctima, las letras de su nombre grabadas sobre el granito reciben las flores de su asesino que ha sido invitado por su viuda a estar presente en el acto.

Maixabel es una heroína, y en tanto tal está completamente sola en su acto. Esa soledad radical, estructural a todo acto verdadero, la llevan a traspasar un umbral. Traspasa su propio dolor e ingresa en una zona donde las palabras materializan un real y, necesariamente, van a transformarnos. Con ese salto al vacío Maixabel presta su historia a nuestra historia. Lo que estamos viendo – más allá de si somos vascos- nos concierne, nos mira. Tanto Blanca Portillo como Luis Tosar dan cuenta de esa conmoción: es el papel más difícil que jamás han interpretado y, a la vez, el que más sentido ha dado a sus carreras.

El odio y la violencia hacen consistir al otro como enemigo, por eso la única salida que contemplan es su exterminio. Maixabel se adentra en su raíz misma. Reconociendo al otro hace surgir la diferencia, y ésta emerge como posibilidad de tratamiento.

En cierta medida los tres protagonistas están solos. Sus voces no representan a sus colectivos. Los etarras han dejado la organización y son repudiados por ello, y ella es incomprendida por sus iguales, que no conciben la posibilidad de hablar con los asesinos. En el encuentro, la identidad tambalea y revela de qué modo nuestra singularidad, está siempre inscrita en relación al Otro. El encuentro no pretende erguirse como protocolo que enseñaría la mejor forma de actuar. En todo caso, fue la manera que encontraron ellos, Luis, Ibon y Maixabel, no tiene porqué servir a todos. Ellos ofrecieron un pedazo de su verdad para que la ficción la mediodijera.

La transición española se selló con un pacto de silencio; es nuestro secreto a voces. 46 años después de la muerte de Franco, seguimos teniendo una deuda con nuestra memoria histórica. Ningún gobierno democrático en nuestro país, hasta el momento, ha hecho una condena explícita del franquismo. Nadie ha pedido perdón por los cientos de miles de víctimas. Ellas siguen en el anonimato de las fosas comunes, de los bebés robados… Ese silencio, es la herencia de un dolor que jamás ha tenido esa segunda oportunidad. No obstante, de parte de la sociedad civil, ha habido movimientos sociales, cineastas, artistas, escritores… deseos encarnados en sujetos cuya decisión ha sido y sigue siendo, desafiar ese silencio.

Como muy bien muestra la película, todo tratamiento de la memoria histórica no estará exento de conflicto, no borrará las marcas del trauma, pero las hará tratables. El primer paso es reconocer todo lo que ningún ser humano jamás debió haber sufrido. Solo a partir de allí podremos poner en marcha la reparación bajo formas diversas: la ficción, el arte, los monumentos, la transmisión, etc… El conflicto es constitutivo de la convivencia. Si retrocedemos frente a él, dejaremos que todo aquello que no hemos elaborado como sociedad -Freud dixit– se repita. El silencio sepulcral hace cuerpo y, paradójicamente, no deja de hacer vociferar a la pulsión de muerte

A las puertas de nuestro encuentro en la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis sobre las “Marcas del trauma”, quisiera recordar ese deber de memoria, para trabajar en favor de la memoria histórica y hacer resonar sus incidencias clínicas, epistémicas y políticas.

 

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