No hay parlêtre sin marcas de su exilio

La entrada al mundo de la palabra es ombligo que abre un comienzo y corta toda vía de retorno a un antes de ese crucial encuentro en el cual se produce el paso original de un ser, viviente, a un ser contaminado por la palabra y su estructura de lenguaje, sometido a las leyes y a los mecanismos que hacen a cada lengua singular.

El hecho inédito de ser hablado en una lengua que de entrada, es sin sentido no es banal.

Articulada en una musicalidad propia a cada lengua, exige ser incorporada hasta lograr hacer con eso, de eso, un uso para responder y no sólo dirigirse al Otro que acompaña, con sus ofertas y sus demandas.

Encuentro desde Freud, considerado traumático. Encuentro con un sinsentido que horada un campo al que irán a sedimentarse, como marcas, las piezas sueltas de esas primeras veces, voces, signos, experiencias, satisfacción, desamparo, angustia.

Hay otro encuentro crucial, con la sexualidad, cuya experiencia hace al cuerpo que se tiene y que nos tiene. Y debe poder ser subjetivado: es decir, disponer “de ese efecto en lo real de un decir”, como afirma Lacan en 1974, para hacer pasar esa experiencia de acontecimiento corporal a un sentido. Cualquiera, pero uno que cumpla esa función de inscribir las marcas, imagen, cuerpo.

Esta operación de nacimiento a la subjetividad, articulación entre significante y cuerpo, requiere de un Otro que encarne esta función, siempre contingente, siempre un poco torcida, aunque imprescindible. Es su paso a la institución del inconsciente como un discurso que anuda lo real pulsional, imagen y significación.

El discurso al que sirve el hablante en la experiencia de un análisis lo muestra sujetado a esas primeras marcas: huellas de su exilio de lo viviente, de lo real. Exilio hecho edificio con las construcciones, que el aparato lenguajero, encarnado en ese Otro que le habló, ofreció para poner allí el argumento del que dispondría, para ese hallazgo del objeto de amor y de deseo que viene a alojarse en el lecho así abierto.

Hallazgo que será la condición de amor del parlêtre, exigida al partenaire al que se dirige, y en la repetición a la que el fantasma obliga, permite al goce condescender al deseo.

Hablar de amor es siempre complejo pues puede llegar hasta su banalización si no le damos un marco que lo precise. Freud y Lacan no cayeron en esa banalización. Así una de las funciones del amor, imaginario por estructura, y sede de desconocimiento, sirve a velar lo real insoportable. Como envoltura, tiene la función de cubrir hasta lo menos amable para hacer soportable el real al que pudiera haber quedado confrontado e incluirlo en lo que reencontramos en el síntoma, del que un partenaire es soporte. Por eso, es que no cualquiera puede devenir partenaire.

Un partenaire puede hacerse síntoma de un goce mortífero. Iterar sin concesión desde esas marcas, hechas de anudamiento entre significante y cuerpo.

Bajo las condiciones más diversas del amor, se desliza lo más real de lo que éste recubre y hace permanecer en su opacidad, aquello a lo que sirve.

Vemos al menos, dos caras de lo traumático en el amor: la idealizante, apaciguadora, jubilosa, imprescindible a la vida y la relación con el otro del deseo; y su cara real, la que contingentemente, resulte del recubrimiento de un real que se aviene de un modo vivible al deseo, aunque bajo su velo envuelva lo peor.

En lo que hace al amor, importa distinguir la función de velo de lo real que le adscribimos, de la demanda de amor. Esta pide lo que Freud llamó lo inconmensurable (Unmäsiganspruch), para lo cual no hay objeto ni significante que la colme.

Su ferocidad, su insistencia está, como la experiencia clínica enseña en estrecha vecindad con lo insaciable del deseo proveniente del Che vuoi? de la que el síntoma, es respuesta.

Serán los significantes amos en una experiencia de análisis, los que abran al paseo por esa Otra escena, la que dará cuenta de la cifra en que consiste la condición de amor y su opacidad.

 

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