Perforar el trauma. De lo contingente a lo imposible

Lo traumático tiene en psicoanálisis diversos rostros. Su complejidad precisa el concepto, cuyo nombre está ligado al inicio de la aventura freudiana. El carácter falaz del modo en que se le presentó primero a Freud, su imposibilidad de obviarlo, la lógica temporal que aisló en su producción, trazan un campo epistémico donde se juega lo específico del psicoanálisis.

El accidente, la muerte de seres queridos – en particular, la de aquéllos para quienes se ha encarnado el lugar de una falta fundamental –, el descubrimiento de la diferencia sexual en la confrontación con el sexo de la madre, pérdidas muy distintas, como la del amor, la confrontación con lo real de la muerte y la ruptura de la envoltura imaginaria del cuerpo, la emergencia de un sinsentido radical, se contraponen y articulan con la dimensión siempre presente, aunque a veces velada, de un exceso, ya sea en la experiencia de un goce inesperado u obscuro o, de un modo más general, inherente a lo sexual. Vertientes estas anudadas en experiencias singulares que cumplen, para cada uno y en una temporalidad compleja, la exigencia de subjetivar lo universalmente ineludible en la vida del parlêtre.

Las variaciones de la experiencia traumática se declinan en su elaboración con la modalidad vigente del discurso del amo: la forma histérica clásica en un contexto de represión cede su lugar a variedades propias de aquel dominado por el empuje a gozar. Pero una cultura de victimización y la denegación de la responsabilidad paradójica inherente a toda experiencia de goce matizan esta oposición de principio. El no reconocimiento de lo real sexual en el discurso contemporáneo no ayuda, y la vía de la identidad amenaza con fijar el significante del trauma en su dimensión de insignia.

La universalidad de lo traumático no evita la diversidad de su vivencia, relativa tanto al modo contingente en que se presenta como a las condiciones previas del sujeto, con todo lo que especifica su posición subjetiva en las coordenadas de su relación con el Otro, sin olvidar las figuras particulares que encarnan o suscitan el goce en exceso. Es preciso distinguir entre el trauma como constitutivo de la subjetividad – sobre el que Freud debatió en torno al “trauma del nacimiento” – y experiencias en las que la protección del fantasma como regulador de la relación del sujeto con lo real se ve comprometida, al tambalearse por efracción sus coordenadas simbólicas e imaginarias.

Lacan retoma el descubrimiento freudiano y lo formaliza a partir de una reflexión sobre la estructura y el tiempo, la inconmensurabilidad de lo real respecto de lo simbólico y la fragilidad ineludible de las envolturas imaginarias del cuerpo de LOM. Y resitúa la reflexión sobre el trauma constitutivo a partir del acontecimiento de cuerpo y la dimensión de agujero que se abre en el encuentro con lalangue.

La “proton pseudos” histérica de Freud mantiene su vigencia en lo inconmensurable de verdad y real, hito de la orientación lacaniana y brújula de la tarea analítica. La formalización y desarrollo del concepto freudiano de repetición a partir de la teoría del significante y su más allá, precisado con la iteración del Uno fuera de cadena, permiten a Lacan repensar lo traumático retomando el testigo de la reflexión legada por Freud en “Más allá del principio del placer” y “Análisis finito o infinito”.

Y aunque la última enseñanza de Lacan inscribe la reflexión sobre el síntoma en una perspectiva de funcionamiento, algunas intervenciones suyas, como la “Conferencia sobre el síntoma en Ginebra”, reintroducen una dimensión de discontinuidad temporal, en particular en torno a la noción de “cristalización” del síntoma. Allí se instaura el vector que va del encuentro contingente con el acontecimiento de cuerpo al “no cesa de escribirse” de la repetición.

El tratamiento de lo traumático en psicoanálisis va de la experiencia azarosa hasta la necesidad de la estructura, pero separando necesidad de repetición. Para deducir, no lo que no cesa de escribirse, sino lo que no cesa de no escribirse. La necesidad es entonces la de un imposible, inscrita en el axioma lacaniano: no hay relación.

Entiéndase como no-relación sexual, pero también no implicación necesaria entre la contingencia del acontecimiento y la repetición, apoyada está última en la estructura de la cadena significante y garantizada a posteriori por el fantasma, el cual instaura un falso origen a desmentir.

Por su causalidad ligada intrínsecamente a lo contingente, el régimen de repetición instaurado por lo traumático es el que con más eficacia vela aquello que es de estructura y cuyo desvelamiento abre el propio fin de la experiencia analítica. Este se produce en un trayecto inverso: de lo contingente, reactualizado por la transferencia como oportunidad, a lo imposible de la no relación. Especificando: entre el significante del trauma y el acontecimiento de cuerpo.

Ello no ocurre sin la puesta en acto en la transferencia de aquello que Lacan subrayó en el texto de Freud: la realidad sexual del inconsciente. Sólo encarnándola en el analista como mixto de saber y goce podrá el analizante separarse del saber preciado que es su propia construcción neurótica. Ello implica, en efecto, al fantasma como anticipación de una deducción de sentido para toda ocasión. Pero, más allá incluso, concierne al edificio de saber que es su neurosis como medio de goce.

La caída del Sujeto supuesto Saber abre paso a la destitución del saber propio y su cuestionamiento como goce, permitiendo perforar un velo espeso sobre la absoluta contingencia del acontecimiento de cuerpo. Se puede decidir entonces sobre un goce nunca antes reconocido, inmortalizado en la invención sintomática y vivificado por sus oropeles fantasmáticos, los cuales, en el mejor de los casos, han proporcionado incluso los medios para sostener un deseo.

La dimensión del trauma se juega en la temporalidad en que el parlêtre se hace sujeto de una repetición. Perforarlo implica situarse en ese estrecho margen, “l’esp d’un laps”, y precisar los bordes de una topología en la que se juega una insondable decisión. Su marca se lee en pasado, por lo que tiene de fundante, pero sigue pendiente como decisión posible en lo que llamaré presente indefinido. Pues algo de dicha decisión, una vez desvelada, seguirá en juego más allá del fin del análisis: el sujeto aprende que le corresponde optar cada vez por los usos posibles de lo que Freud llamó fijación y las “facilitaciones” a las que da lugar.

Para ello, la multiplicidad de las marcas del trauma, con la construcción de su serie heterogénea, habrá debido servir para demostrar su falsabilidad contra su poder de insignia, allí donde permanecía ajeno a las derivas de la cadena significante y su fuga del sentido. El falso Uno del trauma se disuelve en su dos constituyente, que es no sino el del litoral, como no relación entre saber y goce.

“L’analysant ne termine qu’à faire de l’objet a le représentant de la représentation de son analyste. C’est donc autant que son deuil dure de l’objet a auquel il l’a enfin réduit, que le psychanalyste persiste à causer son désir : plutôt maniaco-dépressivement” (L’Étourdit).

El borde precisado por las marcas, múltiples y diversas, sitúa el hueco donde se aloja el objeto del que ya es posible separarse haciendo el duelo del trauma. De las marcas mismas – en tanto permanecen – se extraerá lo vivo, si se puede, para hacer con ellas sinthome.

 

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